Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios apenas pudo distinguir la silueta del médico que pulsaba los latidos de su corazón con la yema de los dedos en la muñeca. Imaginó a su lado a la mujer de ojos negros y grandes con la que compartió los últimos años de su vida. La sintió cerca, muy cerca. La quiso abrazar y besar, como lo hizo el día de la despedida en que renunció al poder y viajó a Santa Marta, pero idéntica a la esquiva libertad solamente respiró el aire húmedo del mar Caribe que lo esperaba para llevarlo en un barco, muy lejos de la tierra en que luchó. "Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro", dijo en el testamento a los colombianos. Poco a poco, lo que parecía un sueño, se convirtió en realidad. Los ojos hundidos, la cara demacrada, el cuerpo flácido por la enfermedad, quedaron apenas en los recuerdos porque en el lomo de un alazán marchó en medio de las nubes rumbo al so
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