Simón José Antonio de
la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios apenas pudo distinguir la silueta del
médico que pulsaba los latidos de su corazón con la yema de los dedos en la
muñeca. Imaginó a su lado a la mujer de ojos negros y grandes con la que
compartió los últimos años de su vida. La sintió cerca, muy cerca. La quiso
abrazar y besar, como lo hizo el día de la despedida en que renunció al poder y
viajó a Santa Marta, pero idéntica a la esquiva libertad solamente respiró el
aire húmedo del mar Caribe que lo esperaba para llevarlo en un barco, muy lejos
de la tierra en que luchó. "Si mi muerte contribuye para que cesen los
partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro", dijo
en el testamento a los colombianos. Poco a poco, lo que parecía un sueño, se
convirtió en realidad. Los ojos hundidos, la cara demacrada, el cuerpo flácido
por la enfermedad, quedaron apenas en los recuerdos porque en el lomo de un
alazán marchó en medio de las nubes rumbo al sol, para iluminar a los hombres
por los senderos que los llevarían a la libertad. Oyó de lejos el chasquido de
los caballos, y vio la polvareda que levantaban en los llanos de Casanare,
guiados por diestros jinetes que llevaban machetes en las cinturas. En un corcel
estaba erguida Manuelita. La recordó en las noches sin luna cuando le preparaba
la hamaca, defendiéndolo de los mosquitos y de los enemigos que lo acecharon
siempre, incluso cuando estuvo al borde de la muerte delirando por la libertad
de América. Hizo un alto en la jornada, pues su caballo al galope lo alejaba de
la vida y lo llevaba a la muerte; y de ahí a la gloria. Pronto la oscuridad lo
acechó. Sudó frío y percibió la mano de Reverend que le apretaba fuertemente el
pulso. La ignorancia, la miseria, las pugnas internas de sus seguidores, la
constitución de Bolivia, la noche septembrina, los españoles que lo acosaron,
los caudillos que utilizaron su nombre, lo aniquilaron más que la misma
enfermedad. La muerte lo consumía en vida, mientras el médico lo observaba
impotente.
Terreno quería
conocer todo sobre aquel hombre. El ideobibliotrón lo transportó a la juventud
de Bolívar y supo del ascenso que realizó con su maestro Simón Rodríguez al
monte Sacro, a donde juró luchar por la libertad de su patria. Se encontró con
Terrena remontando los caminos de la historia en el momento que accionaron el
computador anti-tiempo. La vio charlando con la esclava negra que amamantó al
héroe en reemplazo de la madre, mientras Hipólita lloraba contenta la entrada jubilosa
de Simón a Caracas.
Terrena por su parte
aprovechó un descuido del tiempo, y vestida de campesina anduvo con los
libertadores de esa época. Conoció los sufrimientos de las mujeres por los
hijos muertos en los combates, acompañando en las noches a los soldados que
rasgaban el viento con el sonido de las guitarras. Durante unos instantes
olvidó por completo que venía de un mundo diferente. Aun así, la máquina del
tiempo no la engañó. Encontró a su hombre haciendo el papel de médico,
empecinado en salvar la vida de Bolívar con los conocimientos suyos. Como mujer
fue entregada a un señor feudal antes de contraer matrimonio con un joven
campesino enamorado de ella en aquel sitio de la historia. Escuchó a Manuelita
contando los desvaríos del Libertador con Petión, el general de los esclavos
que obsequió barcos y armas para liberar a los pueblos con la condición de
liberar a los esclavos; y lo miró apesadumbrado frente a una hoguera en medio
de sus compañeros porque solamente años más tarde el general José Hilario
López cumpliría con la palabra empeñada al negro que lo apoyó
económicamente en el inició de la gesta libertadora.
Cada uno en su rol,
escuchó los zarpazos de un joven que se divertía cazando a los indígenas para
cortarles las cabelleras en señal de triunfo. Posteriormente lo vieron viejo
con sombrero de copa en la cabeza, sentado sobre un cohete anticuado, y con
escudos y banderas de muchos países en el saco que tenía agarrado con la mano
en uno de sus hombros, mascando chicle, riendo a carcajadas, porque poseía los
adelantos científicos asidos de la otra mano. “Parece -dijo Bolívar- haber sido
destinado por la providencia para plagar de hambre y de miseria a la América en
nombre de la libertad”.
Después de muerto a
la vida de la historia, pensaron regresar al futuro de donde provenían,
convencidos que los científicos se equivocaron en el análisis de los datos
recogidos en los miles de años que estudiaron el origen y desarrollo del homo
sapiens que existió sobre el planeta tierra del sistema solar de la Vía
Galáctica, pues cruentas guerras entre sus herederos amenazaban con destruirla.
Sí ello era cierto, la máquina anti-tiempo los había colocado en una trampa,
porque estaban inermes desde que se colocaron los cascos del ideobibliotrón
sobre sus cabezas, y por consiguiente no descenderían de la raza humana.
Parecía más bien que se destruirían en una hecatombe nuclear. Por fortuna el
hombre salió ileso de las guerras mundiales.
Siglos antes el
hombre creó máquinas computadores de hacer otras que ocuparon un lugar
privilegiado en la sociedad de consumo, y mediante estas escudriñaron la
naturaleza y descubrieron las leyes genéticas que transformaron el modo de vida
de los humanos. Si los padres querían determinadas cualidades para sus hijos,
lo conseguían alterando sus genes. Los dolores del parto en la mujer, fueron
superados. El hombre podía ser el mismo Dios. Mal utilizados estos adelantos
casi lo convierten en un ser alienado porque en las probetas de los
laboratorios hizo hombres en serie especializados en lo que quisiera, y también
los robots lo podrían remplazar.
Parecía una quimera
conseguir la libertad. Lo vieron con otro nombre en otro tiempo. Ya no
utilizaba soldados ni caballos ni cañones. Sus armas eran de rayos láseres y
frecuentemente alteraba los medios de comunicación con proclamas de libertad.
Regresaron al
presente del futuro asidos de las manos. Así conocieron los ideales por los que
luchó Bolívar, y lo imaginaron contento de verlos felices.
La función había terminado.