Crónicas campesinas


Relato campesino

Si compadrito, así como lo oye. En aquellos tiempos el hambre nos hacía retorcer las tripas, y en las noches sin luna nuestros taitas bajaban del cerro a conseguirnos la comida pa´que jartáramos. También  no podíamos hacer hogueras, porque si no esos pájaros grandes de metal, disparaban fuego por los costados, aunque lo  malo de todo era mordernos la lengua y no gritar, así la muerte nos cubriera pa´siempre con su manto negro, mientras los aullidos de los perros nos informaban de los desconocidos que merodeaban en el monte.

Así crecí y di mis primeros pasos en la vida. Unas veces escondido entre los matorrales, y otras en la finca medio abandonada rodeado de los taitas, las hermanas, las gallinas, los marranos, y un caballo viejo  regalado por el antiguo dueño de todas esas tierras. Cuando podía iba por las mañanas a la quebrada que ahoga el canto de los gallos y el silbido de las aves por el tronar del río en su  desembocadura, a sacar el agua con la totuma de un hueco ollado en el arenal; pa´largarla en una múcura y subirla loma arriba en la cabeza, pa´que mi mamá y mis hermanas prepararan la comilona. Bien desayunado  en los tiempos que hubo tranquilidad, agarraba el cuaderno con los lápices, y echaba compadre mucha quimba, hasta llegar a la escuela de paredes de barro arrellenado sobre guaduas que formaban un salón espacioso lleno de pupitres.

Ahh…, compadrito Pancracio, éramos como sesenta estudiantes. Ya ni me acuerdo. Ahí estábamos los culicagados desde el primero al quinto grado reunidos con la maestra que les cogía las manos a los más guipas para enseñarles a delinear los marañacos de las letras sobre el papel, mientras alguno de los pequeños lloraba por que no podía ir a mear al matorral, o recochábamos en el patio descuajado de maleza, rodeado de la espesura de la montaña que kilómetros a´lante se convierte en cordillera.

En los recreos jugábamos a quitar los culillos a las hormigas pa´zamparlos en las espaldas de los compañeros descuidados, y Ud. viera compadre los berridos que pegaban; entonces venía la maestra repartiendo fuetazos a diestra y siniestra con una vara de rosa que nos había hecho cortar desde el comienzo del año de estudio. De regreso a casa peleábamos porque la Bertilda besó a uno de los muchachos, y a nosotros no, o por cualquier otra pendejada. Pero como en mí casa no quedaba tiempo porque iba frecuentemente con el taita a ayudar a cortar el pasto y a cultivar el maíz, al poco tiempo me fuide todo patisucio a otra región a donde un día conseguí mujer.

Pasaron algunos años, y yo ya tenía un patrón dueño de las haciendas de la comarca, que me dio un pedazo de tierra y un rancho pa´vivir con la familia compuesta de tres goambitos bautizados con el nombre del santo del día en que los alumbró la cigüeña, mi mujer, yo, y los animales que logramos reunir con los pocos centavos ahorrados en el transcurso de toda una vida de esfuerzos. Ya no utilizábamos las espermas, sino las lámparas de petromás que comprábamos en el pueblo más cercano.

En esa época la mujer me celaba con la hembra del compa Aniceto, pues además de ser muy bonita, en las fiestas patronales casi siempre era mi pareja en los bailes patronales, lo que hacía que el compadrito estirara la jeta pa´saludarme, y esta me armara unos escándalos delante de los goambitos o de los amigos, ya fuera mientras me alisaba los calzones con la plancha de carbón, ya en las horas de las comidas, y aun ahora que no tengo amores con ninguna otra. Pero qué le vamos a hacer: Lo pasado, pasado, y no vaya a pensar que yo le arrastro las naguas a todas las hembras de los compadres.

En cuanto al dinero, los bolsillos de mis pantalones siempre permanecieron vacíos, dando apenas lo necesario pa´vivir y bailar a pata limpia en las fiestas que le digo, pues mire Ud. que yo aprendí a usar los zapatos aquí en la ciudad.

De los sutes, la primera, Martina de San Silverio, rindió cuentas a mi diosito muy temprano. El segundo, el caite José Onésimo, después. Espere le explico compadre. La violencia seguía en pleno furor, y los campesinos no sabíamos por qué los del gobierno o los chusmeros mataban a la gente, y así fuimos obligados a abandonar los cultivos. Así fue que comenzamos a sentir hambre, tanta, qué las tripas las arrojábamos sequitas de lo mucho que aguantamos.

Por eso, yo que he sido agüerista y creyente, buscaba por todos los medios la manera de sostener la familia acudiendo a la imaginación que de vez en cuando me engañaba en las noches cuando me parecía ver candelitas que brillaban entre el rastrojo; y muy sigiloso iba hasta el sitio en que creí verlas, y lo marcaba con una estaca o con cualquier otra cosa que pudiera. Al otro día muy de madrugada nos íbamos con el caite José a echar pica y pala al lugar que le digo. Por qué dirá vusted, o como se dice ahora. Sucede que los antiguos, nuestros padres, tatarabuelos y demás dinastías, enterraban el oro que tenían en ollas de barro, para esconderlo de los ladrones. Mucho de ese oro, todavía debe de andar por ahí. Después de la muerte de ellos el ánima quedaba penando, esperando a que algún afortunado viera arder en las noches las candelitas titilantes. Entonces uno cavaba pa´que el difunto descansara, y el cristiano disfrutara. El caite José me acompañó en muchas excavaciones, pero la suerte estaba echada de espaldas pa´nosotros. Nunca conseguimos nada.

Ya los bolsillos estaban más pela´os que niño dios recién nacido. Los patrones de la región se habían decidido por el cultivo del algodón ya que la máquina comenzaba a entrar por la puerta grande de las veredas. Así arrasaron con las plataneras, los guayabales, y todo el sostén de la comida de nosotros los i´norantes, pa´convertirnos en asalariados mal remunerados, pues la plata no alcanzaba ni pa´comprar la comida que llegaba en los días de mercado al pueblo más cercano.

El hambre fue bestial. La goambita, la mayor, yo qué sé, se le dio por comer tierra, y murió toda panjilucha sin poderle quitar el vicio. A yo, cada que me acuerdo, me duele el alma como si hubiera sido ayer.

El veneno que controlaba la plaga del algodón diezmó a las aves y animales salvajes del campo, envenenó el agua de los ríos y obligó a que los pescados murieran hinchados en las orillas de los ríos. Por estos motivos hubo muchos niños muertos. Entre ellos mi caite José, mi goambito. A yo me entraron las ganas de buscar otra región, pero como teníamos el rancho trabajaba de sol a sol recogiendo el algodón en el día, y madrugando a pescar lo único bueno que se conseguía en la represa recién construida al otro lado del cerro, pa´redondear  así, la jartadera que día a día escaseaba.

Imagínese compadre, en aquel entonces el diablo hacía de las suyas en la vereda, porque el condenado se aparecía en el momento menos pensado y arañaba a los campesinos, o perdía a las mujeres con los amigos de los maridos atisbando en las mismitas narices de uno. En los días que le cuento, después de tomarme unos aguardientes  pa´desperezarme, fui de pesca a la represa que le digo. Allá tenía el padrino del goambito menor, un bote de lata con motor potente a bordo, que usaba pa´pasar la gente al otro lado del charco, ya fuera con comida o con peones que trabajaban po´allá.

Así es que el compadre me prestaba el bote y bien adentro de la laguna caían al anzuelo bocachicos, nicuros, patalós, y no le digo más porque se saborea la boca. En la madrugada de aquel día cuando dirigía la canoa de regreso, vi en la oscuridad a un tipo que parecía el mismo diablo del que hablaban, o viruñas como lo llamo, que iba andando como cualquier alpargatón entre el monte. A yo se me erizaron los pelos del susto, compadre. Enseguida le senté la mano al motor y embestí contra el bulto que iba sobre el agua. Lo cierto del caso, el tal tipo no era el diablo, sino un cristiano que pescaba al amanecer, y que apareció muerto flotando en medio de los maderos.

Los peones que esperaban con el compadre la llegada mía, escucharon el relato y fueron los testigos que achacaron el muerto a la cuenta del fulano que le habla, siendo detenido y condenado a varios años de cárcel. Mientras pagaba los platos rotos, la mujer trabajaba en la hacienda del compadre dueño del bote, pa´mantener al menor de los goambitos.

Aunque fueron varios años en esa situación, qué más castigo que el de la conciencia, pues la i´norancia nos hace cometer bestialidades. ¿Sí o no, compadre?


A mi salida, estábamos pior. El miedo estaba regado por la comarca visitando parcela tras parcela, destruyendo como langosta todo lo que encontrara a su paso. Pa´colmo de los males, los familiares del difunto querían vengarlo. El compadrito que siempre me ayudó, nos regaló unos pesos, y con eso nos vinimos a Bogotá pagando escondederos a como diera lugar. La finquita y todo lo que habíamos adquirido po´allá, quedaron como si nunca los hubiéramos tenido.