Era un inmenso dragón. El cuerpo terroso y lleno de verrugas se parecía
a un montículo movible en la inmensidad del océano. Su piel brillaba en las
noches de luna llena a muchas leguas de distancia. Sus ojos podían distinguir
cualquier embarcación que se aventurara por ese mar peligroso. El aire quieto y
silencioso le impedía extender al viento sus hermosas alas.
En la época de las tormentas el dragón vadeaba fácilmente las olas y
aprovechaba el viento borrascoso para estirar sus alas que serían las que lo
llevarían a otros sitios. Muchos aseguran que lloraba sus angustias con los
bufidos que durante días lanzaba al viento. De verdad era un bonito ejemplar.
Era el último dragón. El más grande que existió sobre la tierra. Cuando metía
su cabeza dentro del agua, esta se encrespaba furiosa. Entonces las olas
asolaban las costas.