Una verdadera agitación se vivía en la mansión. Los
ministros discutían las consecuencias de la próxima decisión del gobernante porque mientras unos estaban contentos, otros temían
que los pudiera perjudicar, ya que el acertijo de la pitonisa predijo que con
el as de bastos el tiempo sería favorable para cundir a los hombres con el
polvillo de las mariposas, con el tres de copas supuso que en una de
las selvas de su imperio se podían conseguir latentes en sus capullos, y con la
sota de espadas dejaba presumir que se reproducirían como nunca antes otros seres; además no discutía
una orden que obedeciera a los augurios de su mujer. En fin, la mayoría estaba
preocupada por el cúmulo de presagios que los rodeaban, y les hacía
creer que podrían perder las ilusiones conquistadas por el solo hecho de ser
colaboradores con la dominación despótica que ejercía sobre sus
súbditos, a quienes tenía en un mundo incierto adonde el futuro no lo podían vislumbrar y el presente les era
implacable.
Ni siquiera podían ver las aves en el firmamento ni
respirar el aire libre de la naturaleza ni recibir la luz del sol directamente
porque la casa de cristal los despojó de las luces rutilantes de los astros, y
así obligarlos a inventar otros signos zodiacales que reflejaran sus
jardines flotantes que eran los encantos de su potestad. Las nubes
en el firmamento que de vez en cuando les dejaban ver los rayos solares, se
parecían a las fogatas que a través del tiempo les recordaban cómo de niños jugaban con los muñecos
de nieve en los inviernos, o saciaban su
sed de libertad en los veranos. Sabían por los rumores que en la mansión sus
jardines gozaban de riquezas inconmensurables que sirvieron en más de una
ocasión para hechizar a los jóvenes con el espejismo del placer y del dinero.
Estaban allí las abejas que hacían germinar los frutos de
forma ininterrumpida que producían una
miel encantadora. No faltaban las orquídeas de flores alargadas que terminaban
en forma de comba ni los frutos carnosos traídos de lo que fue el edén de la
civilización, que en rebanadas y aliñados con las gotas de la melada, más otras
hierbas silvestres, servían para alimentar a los soldados en las barracas. Y
qué decir de las paticortas. Extinguidas en épocas inmemoriales, fueron
reconstruidas pluma a pluma por Nacario, un pintoresco personaje del que se
valían los gobernantes para que los representara cuando tenían que hacer
actividades culturales en la casa de cristal. Unos cuantos, de los anhelados
lepidópteros de infinitos colores, desgajaban sus almizcles fosforescentes a
los vientos. Peces cristalinos recogidos por las raíces de los árboles
colgantes surcaban los ríos subterráneos del palacio. El gobernante que podía
vigilar las sombras de sus súbditos con
sus miles de ojos, sentía el malestar de aquellos grandes hombres qué
teniéndolo todo se hastiaban, y deseaban hacer cosas que ningún humano pudiera
imaginar; por eso habiendo soñado todos los sueños de este mundo, tenía al
alcance de sus manos a los bicharos, seres
míticos que desperdigaban los mares a los vientos. También poseía las
sirenas-caracoles a quienes convirtió en
emblemas de su reino con las que premiaba a los mejores soldados, y que
sirvieron para reemplazar a los viejos galones de otras épocas. En su palacio
podía jugar con las frecuencias de sus sonidos que entrecortaba para hacer que
con una gota de agua salpicara a toda la tierra, o les quitara todas las quimeras.
Y sin embargo, en toda las ciudad circulaba el rumor que el
gobernante no podía dormir debido a que perseguía un maldito gallo que lo
despertaba en las horas menos pensadas, y lo hacía gritar blasfemias contra los
enemigos que presumía, incluso que no se acostaba con su mujer, sino con las
muchachas raptadas por sus fieles soldados, que después obligaba
a recluir en un convento con el cuento que compensaría sus favores mediante la
salvación de sus almas, y con el señuelo de pensionar a sus padres de por vida.
Brunilda que no creía en esas correrías de su esposo
vestido de pordiosero, estaba convencida
que todo obedecía a un designio trazado por conspiradores que querían arrebatarles el
poder de la casa de cristal. Suponía que el ave intruso había sido amaestrado
por algún personaje siniestro que representaba a todos los enemigos que tenían,
ya que ninguno de los guardianes y amigos cercanos sabían del paradero del ave
que los acosaba con sus cantos. No quería perder los privilegios conseguidos en
el transcurso de los años a base de sacrificios, satisfechos cuando conquistó a
su hombre con los sortilegios del encanto femenino y la sutilidad de sus
recursos adivinatorios con las cartas de las barajas que les permitieron amasar
todas esas riquezas inimaginables, que hasta el aire que respiraba una lombriz en
cualquier parte de la tierra, les pertenecía.
Si Romualdo que conocía los resortes del poder, o ella que conocía los vericuetos de su alma, no lograban
suprimir el angustioso quiquiriquí del advenedizo animal, pronto sabrían sus
adversarios de la fragilidad de un reino que podría saltar en mil añicos ante
la osadía de un enemigo al acecho que en mala hora les develaba los peligros
del poder.
Por eso, se propuso encontrarlo. Como buena observadora,
dedujo que las risitas de los sirvientes, el cuchichear de los amigos en las
fiestas, la insistencia de los ministros
en discutir la decisión del gobernante con asolar al pueblo con el polvillo de
las hermosas mariposas, delataban traición. Fueron días de búsqueda ansiosa
porque sospechaba que en alguno de los jardines del palacio, o dentro de sus mismas habitaciones, podría
estar guarecido de la persecución acuciosa a que lo tenían sometido.
En una de esas búsquedas después de remover cielo y tierra,
pudo descubrir al escurridizo gallo en uno de los desvanes de
las muchas cocinas que tenía la mansión, y saber con sólo olerlo del culpable
de semejante caos: Un amaestrador de lo divino y humano, experto en utilizar
los más disimiles disfraces, conocedor
de innumerables trucos, que venía haciendo de las suyas sin que sus sabuesos
hubieran podido capturarlo. Revuelo y consternación produjo este nuevo rumor. Comprendieron que el
desaparecimiento del misterioso doble del gobernante de los lugares que
frecuentaba, obedecía a que los tuvo sometidos a un intenso espionaje, para así
poder escudriñar en lo más profundo de sus conciencias, tratando de descifrar
el paradero de su enemigo mortal que pretendía enloquecerlo. Satisfecho, dio la
orden para que sus soldados dispararan las armas de rayos láseres a los
capullos que contenían las mariposas que estaban en los arbustos tupidos y
ciegos que forman una pequeña manigua en medio de la majestuosidad de la selva
del Amazonas. Las hermosas mariposas multicolores
que esperaban desde hacía tiempo el momento propicio para brotar de los
capullos salvajemente, desplegaron sus multiformes alas, regocijadas con los cálidos vientos que las
fueron llevando hasta el país de Romualdo; y sus almizcles traspasaron los
poros de los hombres, y anegaron sus corazones con toda una ola de dolor y muerte.
El gobernante, haciendo gala de su acertado tino en el manejo de sus súbditos,
dijo que la ola infernal en los cielos era el castigo a su desobediencia. El
cielo no fue cielo, y la noche se hizo más oscura con el polvillo letal de las
mariposas que anegaron las ciudades y los campos, como si el mismo Dios hubiera
desencadenado las fuerzas de la naturaleza contra estos. Mujeres, niños,
hombres y animales, escucharon desde todos los lados el trepidar de la peste
que ululaba a través de las sirenas de las ambulancias que movilizaban a los agonizantes, y a las de los
bomberos que trataban de arrojar toda el agua de la tierra a los cielos, con el
fin de despejar todo el aire del polvillo pegajoso que expelían los insectos.
Tanques de guerra provistos de modernas tecnologías salieron a las calles y a
los campos a destruir los inmensos enjambres de mariposas que a duras penas
podían flotar en el espacio. Armas de diferentes tipos y calibres se utilizaron
en lo que dio en llamarse "La Guerra del Cielo" por parte de los
propagandistas del gobernante. Muchos soldados curtidos en las guerras del oriente
ofrecieron lo mejor de lo suyo, dispuestos a conseguir con sus actuaciones las
codiciadas Sirenas-Caracoles, que las mejores películas de ciencia-ficción
transmitidas por las pequeñas pantallas de pandora, no fueron nada.
A pesar de todo, Romualdo, no quería aceptar equivocaciones
ni derrotas, y les prometió el
exterminio de la plaga en unos cuantos días, con la condición que si sus
súbditos no se oponían a las reformas que tenía en mente, liberaría al
encantador de lo divino y humano, a quien tenía a buen recaudo en una de las
mazmorras del palacio.
Zozobra, produjo este anuncio. Las pantallas de la televisión comenzaron a cubrir todos los detalles de la fiesta organizada por Brunilda para conmemorar la efemérides de la ascensión al poder de Romualdo, que debía culminar con su posible triunfo sobre la naturaleza que amenazaba con su violencia destruir el reinado que juntos habían construido. Los telespectadores que no salían de sus hogares desde que comenzó la peste, descubrieron que las imágenes que transmitían las pantallas de los televisores eran las de rostros sudorosos y cansados, que reflejaban melancolías, amarguras, odios, pasiones tan comunes en los tiempos de las guerras, se parecían más a unos invitados de piedra en un convite del cual no eran parte; y sin embargo las miradas se fijaron en el último de los agasajados, porque pudieron distinguir al causante de todo este alboroto en el palacio, convertido ahora en un hombre servil que con gestos y amaneramientos daba las gracias a los gobernantes por compartir la alegría de estar libre.
Trémulos lo vieron sentarse en una silla especialmente
preparada, quien rompiendo el protocolo
oficial se dispuso sin preámbulos a comer y a disfrutar de las suculentas presas
del pollo que le fueron servidas por los cocineros de la fastuosa casa de
cristal. Les pareció una ofensa cruel comerse al animal que había sido
amaestrado con cariño, presintiendo que lo peor estaba por llegar. Romualdo,
Brunilda, y demás invitados aplaudieron en medio de las risas a
los elogios y los gestos que hizo el amaestrador durante el tiempo que dejó al
animal en los puros huesos. Luego, ofreciendo estos al público que por las
pantallas veía su actuación, procedió a eliminar toda sobra de restos. El
chasquido producido por los huesos en los dientes del actor, produjeron los
gritos de un "Sálvese quien pueda de los dueños del poder”, que no estaban preparados para soportar el sufrimiento que les ocasionó
sentir el astillar de los cristales al compás de cada crujir producido por los
huesos del indeseable comensal, que también sabía utilizar la combinación de
los sonidos y las frecuencias, que desarticularon los cimientos de la mansión,
y como gotas de agua se desgajaron desde
el cielo y ocasionaron la tormenta que arrasó con la mal llamada peste de los
lepidópteros.
Por fin los pintores
y demás artistas pudieron expresar en sus creaciones la libertad sin límites.
Nuevos vientos surcaron el firmamento.