Los mensajeros de los dioses



Zoratama veía en el riachuelo el reflejo de su cuerpo esbelto, de senos erguidos y pubis firme, con la piel tersa y marrón acariciada por el agua fría que la inducía al respirar profundo. Presentía la llegada de los mensajeros de los dioses que arrojaban rayos y centellas,  escupían fuego por las bocas cubiertas de espesas barbas, y montaban sobre animales desconocidos de cuatro patas por los senderos abruptos de la selva. Supo de ellos, gracias a los guardianes del Zipa, su amo y señor, futuro esposo y compañero, dueño de la vida de sus súbditos; que además presagiaba el castigo de Bochica, el dios que rondaba las montañas de agua, surcaba el río de la Magdalena y traspasaba el Opón enseñando los oficios y la moral a los hombres.

Mujer sensual, de ojos caramelos, pómulos sobresalientes, caderas precisas a su cuerpo, imponente como una diosa, se alisó la cabellera negra con sus manos, mientras otras la cubrieron con mantas, y la llevaron alzada a su choza. Allí frotaron en su piel las orquídeas traídas de muchas partes del reino, especiales para la descendiente de Chía que ilumina a los hombres, y acompaña al sol en el acontecer cotidiano del firmamento. La vistieron con una manta blanca a rayas grises, la ataviaron de zarcillos, narigueras, pectorales y pulseras de oro, y en un asiento de madera sostenido por dos maderos gruesos, la llevaron en hombros de guerreros fuertes a que presenciara los festejos de la tribu que celebraba el postrero triunfo de Tisquesusa que subía por una inclinación montañosa, en tanto sus fieles subordinados en las pendientes aledañas esperaban la respuesta favorable de su Dios, que poco a poco descorría el velo, e iluminaba a la laguna.

Entonces este, rodeado de sus sacerdotes y en medio de unas rocas aparecía desnudo, cubierto de trementina y oro. Posteriormente se adentraba en la laguna en una balsa especial seguido de otras canoas salidas de las orillas con el cortejo. Ya en el centro del lago, los sacerdotes encendían las ramas sagradas, y el humo de los sahumerios se elevaba en el aire frío. El gran Zipa sentía en sus entrañas el silencio de los indígenas que de rodillas y con las cabezas pegadas a sus muslos, las manos tiradas contra la vegetación y de espaldas a él, esperaban a que se sumergiera en el agua sagrada. Después saldría a presidir las fiestas.

La música de los fotutos y caracoles se dejaba escuchar a muchos soles del reino, a donde estaban recién desembarcados de las montañas de agua los mensajeros de los dioses que acababan de medir sus fuerzas contra los monstruos marinos que durante siglos azotaron las carabelas con sus alas de ventiscas, y cuerpos de remolinos. Su jefe había ofrecido sus vidas al único Dios cierto, con tal que los condujera a tierra firme, sin que el vaivén de los naos en las olas le impidiera divisar un nuevo mundo. Cristóbulo que sin ser guerrero, demostró en las fondas de los caminos de su tierra el talento en los lances de la espada, el manejo no sólo de los potros salvajes, sino el de las mujeres que salían enamoradas al paso del macho, que las seducía, y las  raptaba.

Después de recorrer todas las cortes de los reyes europeos en busca de una ayuda para su anhelada aventura, por fin consiguió la gloria en el reconocimiento de sus semejantes. No en vano venía desde muy lejos, de aquel universo fastuoso de los Dioses del Olimpo, quienes defendieron a su protegido en todos los percances de la vida, mientras jugaban en las moradas del cielo con las pasiones de los hombres en las guerras. Así tejieron sus túnicas con los hilos de la sangre y los odios acumulados en su historia. Semidiós condenado a ser humano e inmortal estuvo desterrado por los dueños de la vida y la muerte a vivir en compañía de las guerras y de las conquistas, debido a las cuales sus victorias nos llegaron convertidas en leyendas. Muy pronto los dioses se alejaron y él tomó la espada, la cruz y el caballo. Recorrió el mundo en pos de estas tierras indómitas, para poseerlas a nombre de su deidad. Bastaba solamente hacerse querer de sus soldados, premiando a todos los que obedecieran sus órdenes, o castigando inflexible -incluso con la muerte- a los que no las cumplieran. Sin lo anterior no podía cruzar el país de las nieves, que como puerta le cerraban el paso por medio de jardines flotantes, a “El Dorado”.

Desde los límites de esa región encantada venía el gran río a su desembocadura formando oleajes espumosos con el agua salada. Un ruido ensordecedor producido por el aire contra las hojas de los árboles de ceibas y arrayanes callaba el griterío de los micos, el trinar de los pájaros de vistosas plumas, y el bramido de los animales en la jungla. El mundo que nunca imaginó, muy parecido al de una mujer sensual, lo embrujó. Para ahuyentar al jaguar que de noche en noche venía por alguno de sus soldados o indómitos caballos, celebraba su muerte ficticia rodeado de los lloriqueos y compañeros de armas, no sin antes ordenar a que el fuego con leños no lo apagaran, mientras las luciérnagas revoloteaban a su rededor.

Los nuevos días llegaban acompañados de los graznidos de las aves parlanchinas, el revoloteo de las garzas, las lluvias inclementes, los calores sofocantes, y los ataques de los indios fieros que los recibieron con estacas ponzoñosas. Entonces las flechas llovían de los cielos a los cuerpos de sus fieles seguidores y muchos de los cuadrúpedos morían dentro del lodo, o en las fauces de los caimanes. Así el río se hacía interminable mientras oía en los acantilados el eco de otras divinidades de donde se imaginó a una mujer que lo llamaba a muchas lunas de camino, con los sonidos cifrados del grito de los indígenas escondidos en la manigua. Intuyó que otro hombre la quería para sí.


Tisquesusa preparaba su matrimonio tras vencer a Hunza con la sola ostentación de su mando, y en componenda con el brujo Sugamuxi, que conocía sobre todos los enredos del poder. La paz se selló con ofrendas. Niños traídos de los llanos del oriente fueron inmolados. Uno de ellos recibió los flechazos de toda la tribu del Zipa. A otro, le abrió el pecho con una piedra con filo, y extrajo su corazón palpitante mientras todas las rocas del reino se tiñeron de rojo. A manos de Zoratama cayó algo mágico que cortó sus dedos, se astilló en muchos pedazos, y así pudo ver su rostro reflejado en todos esos pedazos de cuarzo, como si le robaran su alma. Los misterios de los recientes mensajeros de los dioses la embrujaron. Los vio salir de la vegetación florecidos con nuevas especies. Los sintió galopar en su pecho ascendiendo de la cordillera a la planicie en medio del batallar de los vasallos del Zipa contra el brillo de las armaduras, Los relinchos de los equinos, y las armas que escupían fuego. El héroe apareció en el lomo de su caballo. Humilló al Zipa mediante el cuerpo de un indígena estrellado contra la tierra. Zoratama, enamorada de Cristóbulo dio a luz un niño. Dicen los “Cronistas de las Indias” que el vencedor viajó a las llanuras del oriente a donde todavía lo vemos deambulando enloquecido por la fiebre del amor, y engañado por el espejismo de la gloria. Zoratama ya anciana se arrojó a la laguna, tal vez decepcionada de ser la diosa de una nueva raza. Muchas otras historias como esta se fueron tejiendo en el devenir cotidiano de sus descendientes. Así lo confirman los historiadores.